lunes, 9 de septiembre de 2013

Lo grande que era todo para una enana como ella

Noche oscura, un aliento gélido en la nuca. Suenan los violines, tristes, casi sin pasión. Emiten sonidos que la luna nunca podría haber soportado. Pero sí. Aquella noche la luna escuchó sin parar aquel semejante espectáculo. Con amargura de la noche de invierno, escondió entre sus montañas de arena lo que sentía.
Y entonces, la niña rubia con trenzas, la que llevaba a su espalda su peluche, su muñeco. Caminaba por todos los lados cantando, como siempre hacía, las canciones de su mamá. Porque eran suyas, ¿no? La madre se sentaba con las piernas cruzadas sobre el sofá, bebía un poco de té, acurrucaba a su hija junto a ella y comenzaba a cantarle. Podía parar miles de veces a descansar, sin embargo, no se cansaba nunca. Su sonrisa casi parecía estar pegada para siempre sobre su boca, pues no desaparecía. Los ojos brillantes casi eran del color de la miel pero si te fijabas más atentamente, nunca llegaban a serlo. Letras con sabor a lágrimas, canciones con un significado directo, dolor en cada palabra. Buscaba un escape a otro mundo, pero no lo encontré pues solo hay un mundo y es este. Aquella madre perdió el sentido de la vida, sin rumbo, guardando bajo llave lo que sentía. Minutos de amargura, de silencio, aprendiendo que también se llora de alegría. Se llora. El color de las paredes se ennegrecía con el tiempo, las horas pasaban y la música no cesaba. La niña pronunciaba poco a poco cada palabra aprendiendo correctamente, como su madre le había enseñado. Sintiéndose débil entre la espesura del bosque, corriendo libre mientras las ramas se pinchan en sus piernas y le rozan. Las heridas pronto empiezan a sangrar. Como siempre, nunca hay nadie que le cure. Ella misma. Sola. Qué triste. El viento zarandea las hojas de los árboles como si bailaran al son de la música. Del silencio del bosque. Pasa un coche por la carretera, o tal vez eran dos. Sí, efectivamente, se había equivocado, no eran dos. El tercero de ellos circulaba unos metros por detrás que los demás, no hacía ruido, era casi invisible. Invisible para una niña de su edad. Corriendo, el conductor intentó frenar. Una punzada en su débil cuerpo y una pequeña lágrima, hasta que el conductor, aterrado, daba marcha atrás con el vehículo y huía de allí. Cobarde. Más que cobarde.
La luna ya no estará llena para siempre, los violines tampoco entonaran de nuevo una canción, aquella niña ya no escuchará a su madre de nuevo. En otro lugar de la ciudad, una adolescente llora porque acaban de dejarlo después de un mes de abrazos y risas. Mientras que, sin que nadie se de cuenta, otros acaban de empezar lo que les dará sentido a su vida durante unos años. Rutinas y más rutinas, hasta que un día, un cambio lo decide todo.




1 comentario:

  1. Escribes muy bien, ya lo sabes (te lo habré dicho en más de una ocasión). La verdad es que el mundo puede cambiar en tan solo instante, curioso pero real. Bonito el texto.
    Besos

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